Teoría de la confusión

22 de enero de 2011

OPINIÓN
Por Luis Mugueta
Periodista

Érase una vez Fernando Arrab al. En el teatro Palacio Valdés, de nuevo por gentileza del Centro Niemeyer, el pequeño gran hombre que idealizó el absurdo en los teatros de aquellos tiempos expuso una pequeña gran metáfora de las neuronas que aún nos quedan a mitad de camino entre la genialidad y el ego. Estrambótico, patafísico, extravagante, culto, atrevido, travieso, este Arrabal de principios de siglo desenredó enredándose a sí mismo su espléndida faceta de actor en un monólogo desestructurado, como las tortillas de Adriá. Un monólogo ordenado en el caos, un círculo excesivamente vicioso pero definitivamente atractivo. Sin ser, en absoluto, una obra maestra, Arrabal y sus circunstancias nos devuelven a una realidad onírica si no imprescindible, sí necesaria.
La vuelta al mundo de Arrabal es tan auténtica por el hecho sencillo de que ha dado con la fórmula para sacar lo poco que del absurdo llevamos en una parte del corazón. Con apenas un centenar de palabras, un par de conceptos y un eslogan (pánico), el dramaturgo más poético de los últimos 60 años deja de todo a todo el mundo menos indiferente. La salida en silla de ruedas a lo Lou Reed en versión Gurruchaga con una especie del Malcom Macdowell de ‘La naranja mecánica’ con una flor en el culo, en un escenario oscuro como los personajes de ‘El triciclo’, un paraguas gigante y tres sillas, es una buena puesta en escena: sobria, elegante y envolvente. El hombre del kimono que habla de Renoir, Breton, Dalí y Confucio es el mismo niño malo de la peor película de Sánchez-Dragó. La irreverencia, fina como la lluvia asturiana, del himno patrio y querido fue acogida por el público con una tolerancia inusual para los tiempos corrosivos que nos toca vivir. Otra gran contradicción de nuestra propia condición, otra prueba de que necesitamos que nos psicoanalicen con asiduidad, aunque sea un poeta, un pobre poeta, que diría el mismo Arrabal.
En un encuentro posterior y casi privado, Fernando Arrabal se quita la máscara sonriente, la del yin, y luce como realmente parece ser: un personaje poco repetible por el que han pasado hombres, mujeres, libros, pinturas, países y circunstancias apasionantes como mínimo. Aparece un hombre, aunque parezca mentira, coherente con el contexto, demasiado cercano a la vida como para creérselo. ¿Quién es mayor, más grande? ¿El Arrabal del escenario que nunca responde a lo que se le pregunta o el Arrabal telúrico que posee un acento tan ambiguo como su propia realidad? Banalizado por unos y sacralizado por otros, Fernando Arrabal es el más realista de los surrealistas. Juega con un fuego líquido y con agua ardiendo, pero el alambre por el que deambula sin red es mucho más cierto que su discurso. Su brevísimo recorrido por su propia vida es un constante diálogo con apellidos que asustan. Sus quejidos parecen carcajadas y su risa no pasa de sonrisa. Lo que puede parecer un elogio no es sino una constatación. Nada es lo que parece, ni siquiera Arrabal, el hombre que predica en un desierto húmedo: “Mi patria es el destierro”. Los aplausos del pasado jueves en el Palacio Valdés (lleno, por cierto) eran, además de para Arrabal, para nuestra consciencia de que somos demasiado de este mundo. El histrión, el actor, es más recomendable que la filosofía, como la amistad es más importante que el éxito y la suerte, más que el patrimonio.
Ese ejercicio de feliz trasterrado que ejerce Arrabal es adecuado a la escasa cuota de felicidad a la que tenemos derecho por el mero hecho de haber nacido. Para algunos, el espectáculo fue una frivolidad, para otros, como es mi caso, un relato breve de sabiduría.
La interactividad (Arrabal llegó a ofrecer 20 euros a una espectadora que se ausentó durante el monólogo), la extravagancia, la sinrazón calculada formaron parte de un guión perfectamente deslavazado. Escribe algún crítico que el dramaturgo improvisó o, peor, olvidó el papel. Nada más lejos de la realidad, nada más cerca del surrealismo habitual, el que vivimos a diario en la barra de cualquier bar, o en cualquier autobús. No es correcto banalizar a este hombre que, por algún motivo, es más grande que su obra, y más pequeño de lo que aparenta en las fotografías.

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