Del placer de fumar y el vicio de prohibir

9 de enero de 2011

OPINIÓN
Por Pilar Sánchez Vicente
Escritora

Fumar es un placer, oiga. Hay placeres grandes y pequeños, sorpresa y repetidos, caros y gratuitos. Cada persona disfruta de los placeres que ofrece la vida, unas de unos y otras de otros. Pienso en cosas que me hacen sentir bien, son muchas: una puesta de sol, palicar con las amigas, escribir, ver crecer a mi hijo, hacer el amor, viajar, una buena comida, el trabajo bien hecho, estar en casa calentita cuando fuera hace frío, ver una película, escuchar mi música preferida, ir a un concierto, los abrazos, los besos, las risas… y fumarme un cigarrillo mientras, durante, antes, después. Cada vez fumo menos, es cierto, y lo disfruto más, también. Recuerdo aquellos años donde atendía a los usuarios con el cenicero lleno de colillas. O aquellos viajes con el humo del puro del señor de al lado tapando la ventanilla. Hace ya tiempo que no saco un pitillo sin preguntar si molesta, frecuento restaurantes donde no se fuma y tengo en casa velas encendidas y ventanas abiertas. A todo nos adaptamos. No lo echo en falta y mi salud tampoco. Pero ya está bien.


El objetivo es ser como en Europa y acuden a las estadísticas fuma un 28% de la población y aquí un 30% ¿Sólo por dos puntos hacía falta cambiar la ley? Y mira como Holanda, con igual ley restrictiva, ya dio marcha atrás consintiendo que hubiera bares para fumadores bajo su responsabilidad. Cuando ellos vuelven, nosotros vamos como locos. Otra muestra más de la hipocresía: ¿es tan perjudicial? ¿Por qué no lo prohíben, como cualquier otra droga? ¿Por qué no regulan los elementos nocivos y adictivos de las cajetillas, que es lo que mata, no el tabaco? ¿Y la contaminación de las fábricas, de los coches…? ¿Por qué no los prohiben en las ciudades? No, mejor criminalizamos a los fumadores, es bueno en tiempos de crisis tener un chivo expiatorio, alguien en quien concentrar la ira, con lo cainitas que somos hacemos feliz a la gente mientras vigila y denuncia.

Los fumadores somos buenas personas, bien mandados (sí, ya se que uno tuvo una pelea, entre seis millones no es significativo, más bien nada) y ahí estamos a las puertas, en los soportales, sosteniendo campantes nuestro cigarrillo pese al frío, que no moriremos de infarto pero si de pulmonía, y ya se lo digo de paso, usted tampoco se va a librar de irse al otro barrio, aquí no queda nadie. Nos reímos en nuestro propio exilio, intercambiamos información sustancial (ahora ya no se trata de tomar carretera y manta, sino de tomar en bares con terraza, estufa y manta) y hacemos nuevos amigos. Una gran ocasión para que los tímidos empiecen a fumar. Para las que somos de hablar, ojo, que tiene su puntillo, yo ya se lo he encontrado a esta nueva solidaridad que antes no tenía con los colegas fumadores. Un placer añadido, ya ve, ¡si es que no se puede con nosotros!

Y no olvidemos que tiene su peligro, esto de prohibir sobre todo. Y usted se alegra porque no es fumador y no le importa, pero cuando piquen a su puerta ya será demasiado tarde. Así que, en ejercicio de mi libertad restringida, me reafirmo muy orgullosa: contra el vicio de prohibir, tengo el placer de fumar. Bajo mi responsabilidad.

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