¡UN MIGAYÍN D’HUMILDÁ!

7 de enero de 2011

OPINIÓN
Por Xuan Xosé Sánchez Vicente
Escritor


En puridad, una teoría científica no vendría a ser más que un error provisional al que un futuro error vendría a convertir en obsoleto, lo que debería llevarnos a considerar todos nuestros saberes con una cierta prudencia y un tanto de modestia. Ahora bien, la ciencia y la técnica traen consigo cada día novedades tan admirables — muchas de ellas inconcebibles hace poco—, nos hacen avanzar de tal modo en el conocimiento y dominio del mundo, que tendemos a creer que nuestras teorías y saberes constituyen un absoluto que ha concluido todo lo que se puede averiguar de ciertos campos. De ese modo, lo que son en la práctica conjeturas se presentan como hechos incontrovertibles o como explicaciones definitivas, especialmente, en los ámbitos de la divulgación y la enseñanza. Es más, en ocasiones, alguno de esos constructos vienen a constituirse en una especie de «discurso políticamente correcto» que tacha o ningunea las hipótesis alternativas o nuevas. Me referiré, a continuación, a algunos recientes datos que vienen a refutar las certidumbres que hasta ahora —aunque solo fuese en el ámbito divulgativo— se mantenían como «las fetén».
            He aquí que habitualmente teníamos a nuestra especie (el Homo sapiens) por el culmen de una evolución progresiva, de la cual seríamos el ápice, provistos de todas las cualidades, mientras que las anteriores especies vendrían a ser toscos rudimentos de la nuestra, quizás más primates que «hombres». Por otra parte, nuestros antepasados habrían salido de África y no habríamos convivido más que con el Homo neanderthalensis, con quien nunca nos habríamos cruzado. Pues bien, en el lapso de poquísimos años han aparecido datos que han puesto todo esto en cuestión. Aparte del discutido Homo floresiensis, acaba de encontrarse en Denisova, Siberia, un tipo de Homo emparentado, al parecer, con el neandertal. Del mismo modo, nuestras absolutas mixtura e inmiscibilidad con éste último acaban de ser negadas por un inmediato estudio que afirma que compartimos con él entre un 1% y un 4% de los genes. Incluso, la cuna del género Homo la ponen en cuestión no solo teorías no plenamente aceptadas, como la de la poligénesis, sino excavaciones recentísimas en Tel Aviv, que podrían situar el origen del hombre moderno en Asia, y no en África.
            En cuanto a ser —frente a nuestros «primos»— un dechado de innovación y «virtudes», recientes evidencias nos obligan a apearnos de nuestro pavés de soberbia específica. Así, hemos sabido que los neandertales ya controlaban el fuego y cocinaban vegetales (y quién sabe si, puestos a ello, deconstruirían sus platos y tendrían guías michelín); que hace 500.000 años el Homo heildebergensis cuidaba ya de sus impedidos y tenía con ellos piedad y caridad; el lenguaje mismo, que nos parecía una reciente adquisición del género, uno de los rasgos más notables de nuestra «humanización», podría remontarse a, por lo menos, hace 1,2 millones de años y ser ya un constituyente del Homo antecessor.
            La teoría evolutiva no dice en realidad más que una cosa, que las especies no son inmutables y que derivan unas de otras (e, implícitamente, desecha que exista alguna teleología, algún plan divino en el devenir del mundo, salvo obviamente, que ese plan fuese un no-plan y, por tanto, ni interviniente ni cognoscible). Esa evolución, y el triunfo de unas formas sobre otras, se produce de muchas maneras, algunas puramente accidentales. Ahora bien, una de ellas, la de la competencia entre rivales en un medio escaso y la supervivencia del «más apto», entendido como «el más fuerte», ha sido privilegiada, acaso, como la más común o propia, y ha traído consigo derivaciones como el llamado «darwinismo social» o «espencerismo», justificando la eliminación o el sometimiento del otro como un inevitable producto de la implacable teleología evolutiva. En cualquier caso, confiere, de forma inconsciente, al hombre actual, la idea de ser un fruto evolutivo «superior» a sus antecesores. Pues bien, como nos proponía el  paleontólogo Clive Finlayson en LA NUEVA ESPAÑA del 27/12/2010, habríamos llegado aquí como especie, no por ser los más fuertes, sino los más débiles, no los más adaptados en un medio determinado, sino los menos. Una cura de humildad semejante a aquella a la que nos invitan los profesores del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres cuando nos señalan (quizás con voluntarista optimismo) que nuestro cerebro no madura hasta los treinta o los cuarenta años.
            Podríamos ahora pasar a otros campos, como el de la cosmología, donde cada año aparecen nuevos datos o hipótesis que desdicen o contravienen lo sabido, o le dan una interpretación diversa. Baste aquí señalar que, junto al «pensamiento políticamente correcto» del big-bang, conviven otras teorías cosmológicas, como la que de que ha existido un universo previo a este, del cual habría evidencias, o la de que nunca ha habido una gran explosión inicial desde un punto de densidad «infinita», sino que el cosmos no ha tenido inicio ni tendrá final.
            Pero no es mi voluntad ahora la de caleyar esos caminos, sino la de señalar, simplemente, que nos es necesario un migayín más de humildad al respecto de nuestro ser y saber, y que sería conveniente que científicos, divulgadores y enseñantes no tendiesen a presentar los «últimos» datos o teorías, como «los datos definitivos» o como teorías concluyentes, sino únicamente como lo que son: verdades contingentes descubiertas por seres que, si únicos, no son en muchas cosas más capaces o mejores que sus parientes extintos.

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