La sidra como síntoma

31 de diciembre de 2010

OPINIÓN
Por Xuan Xosé Sánchez Vicente
Escritor


Una serie de noticias sobre el desconocimiento de la sidra asturiana publicadas en mi blog (tras las alertas que, al respecto, levantara desde Alemania Eduardo Coto) dieron origen en los últimos tiempos a una encendida discusión pública, a una serie de artículos y, especialmente, a un estupendo serial de José A. Ordóñez en LA NUEVA ESPAÑA sobre la industria de la sidra, su producción y sus innovaciones. Todo ese conjunto de informaciones y polémicas ha dejado traslucir algunas otras cuestiones, más generales, de nuestro ser y actuar colectivo.

Pero vengamos antes a los orígenes del debate. Han sido tres, fundamentalmente: una información del 14 de abril en «The Guardian» sobre las mejores diez sidrerías/lagares de España, que las situaba todas en Euskadi; un artículo relativo a la historia de la sidra confeccionado por la Asociación de Lagareros del Estado de Hessen (Alemania), en que se afirma que «... en el siglo XI desarrollan los vascos en el norte de España la presa de aceite, que será el primer lagar con el que se produce la "zagardua" (sidra) que los pescadores transportaban como medicina contra el escorbuto. Poco a poco consiguió llegar la sidra a ser bebida en la Bretaña....», con evidente desconocimiento de la sidra en nuestro país y su más temprana presencia documental; un reportaje de «The New York Times», del 15 de noviembre, el cual, en un repaso a las sidras del mundo, únicamente menciona en España la «sagardoa», o sidra vasca.

Ese desconocimiento exterior de nuestra sidra puede implicar para muchos -con razón- una afrenta a nuestra honra patria, y es natural que así sea. Representa, además, un grave problema de tipo económico, pues, como ha dicho en las páginas de este periódico el profesor David Rivas, de un lado, la aparición de un sector productivo en un medio como «The New York Times» significa «millones de euros»; y, de otro, «en una economía globalizada donde todo se uniformiza sólo es posible sobrevivir si encontramos nuestra ventaja competitiva, la cual, en el caso de productos asociados al territorio, es la diferencialidad».

Esa falta de noticias de nuestra bebida nacional en el exterior es, a su vez, síntoma de nuestra incapacidad absoluta para poner en valor nuestros productos, para beneficiar nuestras potencialidades, para exportar nuestra economía. Porque lo mismo que ocurre con la sidra ocurre, por un poner, con el turismo. Etiquetamos la sidra como «Spanish cider», o participamos en campañas genéricas de promoción de la misma, favoreciendo así a los vascos; promocionamos la España de sol y toros, o la muy genérica «España verde», ayudando así a quienes tienen asentada su imagen en el exterior. Esa permanente actitud de rechazo a ser y a «venderse» no es una cuestión de tamaño de país o de recursos. Responde a dos vectores que caracterizan a nuestras élites y al discurso dominante: uno, un profundo provincianismo; otro, un profundo sucursalismo, pues, en efecto, la «inteligentsia» patria (partidos, empresarios, sindicatos, comunicadores en general) no cree que Asturias sea una realidad sustancial, primaria, sólida, sino una especie de entidad de segundo grado, vicaria, mero reflejo subordinado de otra más importante, la española o la mundial. Prosélitos entusiastas de los ángeles del bien, creen siempre que las luchas contra las fuerzas del mal han de producirse en campos extranjeros y bajo banderas foráneas (o universales), y miran con desdén o condescendencia su territorio cierto y sus gentes reales.

La polémica, hemos dicho, ha suscitado reacciones de honra herida en muchos ciudadanos asturianos. Otros, sin embargo, se han mostrado desdeñosos ante el desconocimiento foráneo, manifestando que «ellos se lo perdían» o que «mejor, así no nos exportan la mejor sidra, y la bebemos aquí». Esa especie de autismo o encapsulamiento que mira con displicencia el mundo exterior y prefiere preterir lo que nos jugamos fuera es también un rasgo muy común de un sector de la opinión asturiana y de su comportamiento político. Responde, en parte, a una especie de antañón sentimiento de hidalguía. De otro lado, ese individualismo indiferente está conformado, a medias, por la resignación ante la impotencia política y por la carencia de un discurso colectivo que nos haga entender que nuestra sustancia y nuestro interés pasan antes, inevitablemente y dada la naturaleza de las cosas, por ser asturianos que por ser españoles y, desde luego, nunca por ser sólo nosotros mismos, un obvio imposible.

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