Los mitos y los días

12 de noviembre de 2010

OPINIÓN
Por Luis Mugueta
Periodista

Las misteriosas manos que miden las audiencias cifraron en más de cinco millones el número de telespectadores que el pasado domingo conectaron en España con el Gran Premio de Brasil de Fórmula 1 para ver, sin duda, qué hacía Fernando Alonso. Es una pena que la carrera no coincidiera con las retransmisiones que se realizaron para seguir la visita del Papa. Ambos acontecimientos comparten una capacidad mitológica importante aunque de distinto signo. El termómetro que mide la autoridad de un mito eventual -muy pocos suelen pasar a los libros de historia- es caprichoso y en la mayoría de los casos insoldable. Así como hay gente que se pregunta por qué existe aún la tuna, otro de tantos misterios de Fátima, todavía hay mucha más que no sabe contestar a quién mide las audiencias de la tele.
De cualquier modo, la vida de las series y los mitos depende de este temible aplausímetro. Mañana Alonso doblará sin duda las cifras de la semana pasada, cosa que no hará Benedicto, primero porque no corre el Mundial, y segundo porque es un mito de caleya. Nadie anima al Papa como se anima a Alonso. Pese a que la Fórmula 1 tiene muchos menos feligreses es implacablemente mucho más mediática que el Vaticano y, por lo visto, mucho más de este mundo que con el descrédito que está adquiriendo da más valor a un embajador de Unicef que al de Dios en la Tierra.
La biografía de Alonso, pese a su juventud, es más conocida que la de Ratzinger de aquí a Lima, y para el común de los mortales, católicos incluidos, el asturiano hace más milagros que el alemán. Así es la vida, frivolizamos nuestros corazones y nos amoldamos a la esperanza y la ilusión que nos dan los mitos del sueño americano. Poca gente quiere ser Papa de mayor, pero todos los niños aspiran a ser pilotos de Fórmula 1 o futbolistas. De este modo, en los últimos años ha nacido otro tipo de mito: el entrenador de fútbol. La culpa la tienen Pep Guardiola y, sobre todo, Mourinho, a partir de ahora Mou. ¿Alguien quiso ser Irureta, Antic, Camacho o incluso Del Bosque de mayor? No. Pero Mou, sí. El portugués se ha comido a Cristiano Ronaldo en las páginas de los periódicos deportivos y amenaza seriamente con comérselo hasta en las revistas del corazón. De momento, su pequeña y pincelada historia ha cautivado a media España. El pequeño Zé María no pasó de ser un mediocre defensa central de la Segunda División portuguesa, y cuando ascendió a Primera tuvo la desgracia de que el entrenador era su padre, que no tenía el carácter de Míchel el del Getafe y sí los escrúpulos para no dar minutos a su hijo. De cualquier modo, a sus catorce años, Zé María ya estudiaba tácticas para su padre, Félix. De aquella precocidad presuponemos su actual sapiencia. La historia de Mou, como la de Alonso, es una historia de superación, perfeccionamiento, frialdad y asombro, cuatro elementos que habitualmente llegan a la emoción de los espectadores, de quienes vivimos del aliciente ajeno, de aquello que mueve el mundo esporádicamente. Nada sabemos, yo al menos, de la vida de Ratzinger. Incluso quien se lo piensa dos veces concluye que mejor no meterse en líos, y eso que lo que vende no es un triunfo en Singapur o una goleada al Depor, sino el cielo o el infierno. Casi nada. Dudo mucho -en una hipótesis imposible- que un feligrés de Vallecas, por ejemplo, le ceda su sitio en el bancal al Papa como hizo el otro día el aficionado madridista con Mou, que por cierto, mañana también, tendrá un palco privado en El Molinón. Vamos, como si fuera el Papa. Esta Liga bipartidista como la vida misma es Madrid-Barça, pero también, cada día más afortunadamente, es Pep-Mourinho. Vuelve el hombre, aunque sólo sea al fútbol y a la Fórmula 1. Vuelve el carácter que emociona a las masas.
Mientras tanto, en el lado oscuro de la vida, se mueven con el poco sigilo de siempre nuestros administradores. Ni siquiera el cambio de Gobierno puede con la omnipresencia de Mourinho. La vida se apaga en las nóminas, en el consumo, en el ahorro y en la desesperanza del qué será, será. Lo lógico es que nos dejasen vivir en paz, pero no lo consiguen. Ni una sola alegría en los últimos meses: rutina y mediocridad, nada que ver con la brillantez y la pasión que nos ofrecen esos pequeños pedazos de felicidad escasa pero punzante que da un gol o un adelantamiento. El motor de nuestra vida de verdad, la de vivir, se rompe casi todos los días porque apenas se cuida. Alonso tiene un gran equipo de ingenieros, pero nosotros no sabemos a qué atenernos ni a qué tendremos que atenernos dentro de unos meses. Sabemos que va en serio porque el Madrid-Barça se jugará en lunes. Es decir, las elecciones catalanas son la vida de verdad y por eso mandan en el calendario, pero no tengan ninguna duda de que el partido lo verán más espectadores (cuento los de todo el mundo) que votantes tendrán los comicios del ensayo general. Nada que ver la campaña recién iniciada por los políticos catalanes con la expectación que provocará el gran duelo paulatinamente hasta reventar en lunes. Las catalanas son al Papa lo que Mourinho al madridismo. No hay color. Estaremos atentos a las audiencias: el recuento de votos contra el partido de los partidos. Mas y compañía contra Mou y compañía. Ni Laporta podrá con sus expupilos.

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