El arzobispo de Oviedo, monseñor Jesús Sanz Montes, compartió la pasada semana la jornada gastronómica que en torno al San Martín, la popular matanza del gochu, se celebró en el restaurante La Ronda, del complejo hostelero La Cabaña, en Viella, con asistencia de casi 200 comensales, entre ellos miembros de las principales cofradías gastronómicas de Asturias, los alcaldes de Siero y Llanera, el presidenta de la CAC, el presidente del Centro Asturiano de Oviedo y destacados protagonistas de la vida social y empresarial asturiana, quienes degustaron cordialmente sidra del duernu, castañes magostades, pote de matanza y otros sabrosos productos del gochu, preparados en las cocinas del restaurante con su proverbial maestría y equilibrio.
El pregón:
El paso del tiempo nos va dejando mes tras mes su embrujo y su mensaje. Queda atrás la explosión de vida que nos lanzó la primavera con sus meses floridos; también pasó el verano agostador con sus sofocos y holganzas; y antes de meternos en un nuevo invierno en donde aprender a valorar la vida yendo a las raíces, nuestra travesía surca este noviembre otoñal.
El mes de noviembre siempre me trajo aires serenos de profunda melancolía. Cuando los primeros fríos mañaneros me metían de lleno en el otoño imparable, o el olor a tierra húmeda me hacía cerrar los ojos y respirar un aire de campiña, o cuando las flores sencillas se hacían ramillete de esperanza con las que recordar a seres queridos… todo esto me embargaba en unos días de paréntesis fugaz y meditativo.
Las primeras nieves visten de novia nuestras cumbres como si las cimas de los Picos de Europa se engalanasen así para cortejar nuestro asombro ante la belleza siempre por estrenar y nuestra alabanza al Creador de ella cada día. Los caminos rurales y aún los de la ciudad extienden su alfombra de hojas ocres para que podamos pasear con sana nostalgia este tiempo que nos acoge en la intimidad sabia de nuestros tiempos pasados y en la esperanza serena ante los que llegarán, mientras gustamos prestosos un nuevo amagüestu que nunca antes había sucedido y que jamás se repetirá.
Este es el escenario que ambienta este encuentro de amigos. Agradezco la invitación a un foro gastronómico que para mí es inusual, o quizás no tanto. Antes han sido otros motivos los que os han sentado en torno a esta mesa: arroces negros, oricios, jabalíes y faisanes, carnes gobernadas, pixines y bonitos, desarmes con garbanzos, bacalao y los callos… En fin, todo un abanico del buen gusto, cuyo único
disgusto nos lo da al subirnos a ella la cifra de la balanza.
San Martín, que esta es la fiesta cristiana de hoy, no sólo ha pasado a la historia por ser alguien de corazón grande que quiso compartir su capa con un mendigo, en cuyo gesto quedó enriquecido para siempre, siendo luego un pastor bueno de la comunidad eclesial de Tours en la que fue obispo. Hay también otro perfil en este santo que nos permite invitarle en la fila 0 como especial comensal. No se trata de un aspecto de su biografía santa, sino de la calenda en la que lo celebramos. El 11 de noviembre, tal que
hoy, solía ser la cita para la matanza o matacía en tantos pueblos de España. De ahí que nuestro refranero lo haya recogido con sus diversas variantes regionales: “a cada gocho le llega su San Martín”. Es menos amable el significado popular que se le ha dado al refrán, con un algo de amenaza o de vengador ajuste de cuentas.
Nosotros aquí, podemos invertir el refrán, y decir que llegado este año San Martín, nos disponemos a gustar y degustar el gocho.
No tuvo fortuna este animal en las culturas ancestrales y aún todavía en algunas del ámbito semita o del musulmán. Con todo el debido respeto a sus razones y costumbres, hemos de decir que no saben lo que se pierden.
De niño pude participar en alguna matanza como infante curioso que se asombraba en su mirada descubridora por todo un ritual tan amplio y variopinto. Era un pueblecito de la sierra de Madrid. Las mujeres tenían las diferentes vasijas de barro y porcelana preparadas y en perfecto orden y con exquisita limpieza. Sus delantales ceñidos, sus pañoletas con gracia anudadas, mientras charlaban del momento de otros años, y se les escapaba algún chisme último que había que decir cuanto antes con el adobo de la sal y pimienta. Los hombres estaban enfundados en sus monos, con boinas caladas, barbas mal afeitadas, y algún cigarrillo en los labios. Los cuchillos se habían afilado, y los cordeles estaban dispuestos para atar al animal en cuanto apareciese junto a la mesa que presidía el matarife con mirada solemne y seguro de sí mismo, ufano de su autoridad. Las ramas para quemar luego la pelambre de la piel del gocho, y los calderos de agua hirviendo para facilitar el rasurar de la navajas en su piel.
Imborrables los aullidos del gochín, y la maestría del matarife para hacer su saludable maleficio sin que sufriera inútilmente el animal. Y a continuación, en una perfecta cadena de trabajo se iban sincronizando unos y otros, unas y otras.
Cuando me quise dar cuenta, ya estaban hechos los chorizos, preparadas las morcillas, y ofrecidos como primicia los primeros higadillos con los que degustar una carne sabrosa regada con un buen caldo del mejor vino.
No era un momento de maldición a ninguna piara en la que se colara el Maligno como dice el pasaje evangélico (Mc 5, 1-20), sino un momento de colaboración, de arrimar cada cual su saber y su talento, de alegría en torno a un ritual de preparar viandas, de saberlas sazonar, de pasarlas por parrilla y en un compartir fraterno regarlas con el brindis de un morapio generoso.
La vida de las personas se asienta en sus momentos más hermosos en torno a una mesa, donde no sólo se degustan viandas y se escancian vinos, sino que todo esto hace de escenario para lo más importante que es la vida convivida, la amistad celebrada, las penas sobrellevadas por hombros hermanos, y un devenir lleno de gozo, de luz y de esperanza, con la amabilidad afectuosa llena de sincero donaire.
No le resultó a Dios mismo extraño este ritual, cuando nos dijo lo de siempre en una síntesis apretada al final, durante aquella cena postrera inolvidable. O cuando a los fugitivos de Emaús se puso a su lado, para dejarse invitar a una cena compartiendo con ellos mesa, mantel, y a Cleofás y su compañero se les abrieron los ojos y se les encendió el corazón. O cuando se apareció a sus asustados discípulos a la orilla del lago en donde los encontró tres años antes, les tenía preparado un desayuno en regla con pescado
asado en las brasas del amor.
Queridos amigos, que sea todo esto lo que en este rato celebremos. Una mesa preparada, unos paisanos dispuestos, las viandas de la matanza, nos acercarán al afecto sincero y sano de quienes comen y beben sabiendo por qué, con quién y brindando con la mejor copa para desearnos lo mejor, lo que Dios no deja de prometernos y que coincide con lo que late en los adentros. Que Él sea bendito por estos alimentos, y que nosotros con mesura otoñal los disfrutemos en fraterna convivencia.
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