OPINIÓN
Por Ignacio Sánchez Vicente
Hay muchos pueblos en Asturias que merecen ser denominados como ‘ejemplar’. Así lo digo y pienso desde mi más revoltosa infancia. Pero dejo aquí constancia de la satisfacción que me produjo la concesión del Premio Príncipe de Asturias a la localidad llastrina, porque tanto la quiero y porque tantos miles de horas de feliz esparcimiento y comunión con la naturaleza y con los llastrinos me ha dado. Allí hace años que tengo una de mis mares preferidas. Tengo otras, claro, pero ninguna tan fiel en la cita, ni tan pesquina, como la de Llastres. Me decía una vez, hace años, un llastrín, mientras hacía un alto en su diario paseo de media mañana por el dique exterior para interesarse por cómo me iba la marea, que Lastres era una bendición de Dios “si no fuésemos los de Lastres como somos”. Bien sé que lo decía como una humorada, pero en todo caso ya le dije entonces que no estaba de acuerdo. Gente entera, sí, socarrona y algo desconfiada, con razón, de ciertos forasteros amigos de practicar el vandalismo, o de emporcar todo a su paso con desdeñosa indiferencia por los pobladores de la villa. Pero gente solidaria, comprensiva, amiga y, algo más especial: gente que sabe conservar sus tradiciones y su identidad. Por eso me encanta Llastres, fundamentalmente. Porque es auténtico. Es real y aún guarda dentro de sí mucho de la Asturias que cada día se nos desvanece un poquiñín más como en esos sueños de madrugada en que nos empeñamos en agarrar fuerte un recuerdo que se nos va yendo mientras los sonidos de la mañana nos traen a la cruda realidad. Quizá Lastres sea un sueño, pero en todo caso es un sueño del que no quiero despertar.
Y a todos mis buenos amigos y conocidos, enhorabuena, un abrazo y viento favorable.
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