OPINIÓN
Por Xuan Xosé Sánchez Vicente
Escritor El verano no acaba de irse. Desde la terraza del restaurante contemplo la playa. La mayoría de sus ocupantes son ahora, más que gentes que toman el sol septembrino, jóvenes que hacen alguna forma de ejercicio: juegan al balón, pelotean, corren; alguno, incluso, piruetea. Todos parecen infatigables en su actividad lúdicra.
De mis espaldas llega la conversación de un grupo de personas de edad. Sus pastillas, sus dolores, sus perturbaciones fisiológicas, sus limitaciones físicas ocupan una parte sustancial de su cháchara.
Medito, entonces, en qué medida sustancial el cuerpo separa ambos mundos. Para aquellos, los de la playa, el cuerpo es prácticamente inexistente, salvo en lo que tenga de exhibición estética con vistas a los demás. «Hic Rhodus, hic saltus», se le dice, y frente al fanfarrón de la fábula de Esopo, salta, corre, se dobla, se yergue, cimbra. O, mejor aun, no hace falta decirle nada: nuestro yo se propone desplazarse a velocidad y lo hace; volar tras de una pelota y vuela. Es quizás esa impresión de que podemos hacer lo que queremos, de que no existen límites a nuestra voluntad, la que provoca que los adolescentes y los jóvenes desprecien los riesgos (no los reconozcan, quizás mejor), se sientan invulnerables y crean que la muerte es un accidente ajeno a ellos para siempre
Con la edad, en cambio, el cuerpo se va haciendo progresivamente presente, hasta acaparar de forma permanente una importante fracción de nuestra atención: los miembros duelen primero, se atrofian después; nuestros sentidos van perdiendo facultades: disminuye la percepción del oído, la acuidad de la vista. Por sí mismos o por aviso de los médicos tras la exploración o el análisis, los órganos interiores van llamando progresivamente a la puerta de nuestra consciencia para darnos cuenta de su existencia. «Aquí estoy», nos dicen cada vez que empiezan a renquear o fallan.
En ocasiones nos engañamos a nosotros mismos pensando que, como en el pasado, tenemos todavía determinadas capacidades o que, si a ello nos pusiésemos, podríamos realizar determinadas hazañas, por menores que fuesen. Pero nunca pasa ese pensar de una vaga ensoñación, porque sabemos que, si de verdad llevásemos esa creencia al borde de la voluntad o de la conciencia plena, una voz interior nos exigiría el «Hic Rhodus, hic saltus» —«esa proeza física de la que te crees capaz ejecútala ahora, no la postergues»— para dejarnos en ridículo, porque, ahora sí, seríamos incapaces de ello, como el fanfarrón esópico.
(Por cierto, sería curiosa una investigación sobre la conciencia personal de las distintas señales del término de la juventud y la de la entrada de la vejez. Así, Pío Baroja y Julio Caro, según propia confesión, se sintieron viejos al frisar los cuarenta. Para Ortega, la juventud terminaba a los treinta, aunque, según Laín Entralgo, el filósofo del ratiovitalismo reconoció a los 53 años que —en lo que parece un claro anticipo de la actitud del Pedro Camacho de La tía Julia y el escribidor— había dado por cerrada su juventud tres veces con anterioridad: a los 32, a los 40 y a los 45.)
Tal vez es ese doble estado de sensaciones con respecto al cuerpo uno de los factores que ayudan, de manera determinante, a provocar la ilusión del espíritu. En los jóvenes, porque, dada la inmediata respuesta del cuerpo a los requerimientos de la voluntad, su nula o escasa resistencia ante la misma, el «yo» llegaría a constituirse como una especie de conciencia autónoma, desligada del físico, y, por tanto, tendente a considerarse existente per se. En la edad provecta lo que estimula ese sentir es, por el contrario, la percepción del cuerpo como un «otro» distinto a nosotros, no sólo sirviente renuente y hostil a nuestra voluntad de hoy, sino inexistente o de distinto comportamiento en el pasado, frente a nuestro «yo», que sigue recordando ese pasado con su capacidad plena y que sigue deseando en el presente lo que lograría si no hubiese aparecido ese «otro» que es ahora nuestro límite y nuestro freno
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