El pregón:
El paso del tiempo nos va dejando mes tras mes su embrujo y su mensaje. Queda atrás la explosión de vida que nos lanzó la primavera con sus meses floridos; también pasó el verano agostador con sus sofocos y holganzas; y antes de meternos en un nuevo invierno en donde aprender a valorar la vida yendo a las raíces, nuestra travesía surca este noviembre otoñal.
Las primeras nieves visten de novia nuestras cumbres como si las cimas de los Picos de Europa se engalanasen así para cortejar nuestro asombro ante la belleza siempre por estrenar y nuestra alabanza al Creador de ella cada día. Los caminos rurales y aún los de la ciudad extienden su alfombra de hojas ocres para que podamos pasear con sana nostalgia este tiempo que nos acoge en la intimidad sabia de nuestros tiempos pasados y en la esperanza serena ante los que llegarán, mientras gustamos prestosos un nuevo amagüestu que nunca antes había sucedido y que jamás se repetirá.
disgusto nos lo da al subirnos a ella la cifra de la balanza.
hoy, solía ser la cita para la matanza o matacía en tantos pueblos de España. De ahí que nuestro refranero lo haya recogido con sus diversas variantes regionales: “a cada gocho le llega su San Martín”. Es menos amable el significado popular que se le ha dado al refrán, con un algo de amenaza o de vengador ajuste de cuentas.
No tuvo fortuna este animal en las culturas ancestrales y aún todavía en algunas del ámbito semita o del musulmán. Con todo el debido respeto a sus razones y costumbres, hemos de decir que no saben lo que se pierden.
De niño pude participar en alguna matanza como infante curioso que se asombraba en su mirada descubridora por todo un ritual tan amplio y variopinto. Era un pueblecito de la sierra de Madrid. Las mujeres tenían las diferentes vasijas de barro y porcelana preparadas y en perfecto orden y con exquisita limpieza. Sus delantales ceñidos, sus pañoletas con gracia anudadas, mientras charlaban del momento de otros años, y se les escapaba algún chisme último que había que decir cuanto antes con el adobo de la sal y pimienta. Los hombres estaban enfundados en sus monos, con boinas caladas, barbas mal afeitadas, y algún cigarrillo en los labios. Los cuchillos se habían afilado, y los cordeles estaban dispuestos para atar al animal en cuanto apareciese junto a la mesa que presidía el matarife con mirada solemne y seguro de sí mismo, ufano de su autoridad. Las ramas para quemar luego la pelambre de la piel del gocho, y los calderos de agua hirviendo para facilitar el rasurar de la navajas en su piel.
Imborrables los aullidos del gochín, y la maestría del matarife para hacer su saludable maleficio sin que sufriera inútilmente el animal. Y a continuación, en una perfecta cadena de trabajo se iban sincronizando unos y otros, unas y otras.
No era un momento de maldición a ninguna piara en la que se colara el Maligno como dice el pasaje evangélico (Mc 5, 1-20), sino un momento de colaboración, de arrimar cada cual su saber y su talento, de alegría en torno a un ritual de preparar viandas, de saberlas sazonar, de pasarlas por parrilla y en un compartir fraterno regarlas con el brindis de un morapio generoso.
No le resultó a Dios mismo extraño este ritual, cuando nos dijo lo de siempre en una síntesis apretada al final, durante aquella cena postrera inolvidable. O cuando a los fugitivos de Emaús se puso a su lado, para dejarse invitar a una cena compartiendo con ellos mesa, mantel, y a Cleofás y su compañero se les abrieron los ojos y se les encendió el corazón. O cuando se apareció a sus asustados discípulos a la orilla del lago en donde los encontró tres años antes, les tenía preparado un desayuno en regla con pescado
asado en las brasas del amor.
0 comentarios:
Publicar un comentario