OPINIÓN
Por Luis Mugueta
Periodista
No escribo del hombre y de su obra, al menos en esencia. Más obra que hombre, lo que dice bastante del escritor. No escribo del Nobel, hispano veinte años después. Sería, es otra tontería, una osadía escribir sobre el escribidor. Escribo, pues, como casi siempre de una generación interesada en los mundos circundantes, apasionada en la juventud por el extraño caso del realismo mágico -en Asturias reconvertido en realismo gastronómico--, tocado por la mano de demasiados dioses, de demasiadas leyendas y de excesivos halagos, visto ahora desde el surrealismo no tan mágico que da el dolor de estómago.
Como en el fútbol, que ya le ha ganado la partida al célebre salud, dinero y amor (por supuesto ha ocupado el lugar del amor), éramos unos adolescentes de García Márquez, y los otros de Vargas Llosa. Aquéllos de ‘Cien años de soledad’, y éstos de ‘Conversaciones en la catedral’. Para desempatar tuvieron ellos que darse un par de leches por una mujer, según una leyenda que supongo que se montaron ambos. Pero no desempataron. La línea de la vida marca a Vargas Llosa casi desde su gatillazo político como un neoliberal universal, a veces docente, a veces condescendiente, pero casi siempre creíble. Doble nacionalizado, con casa en París y en Londres, como mínimo, su palabra suele solaparse con sus escrituras. Brillante, exultante, precoz, nos enseñó en sus primeros relatos, en sus primeras novelas, que lo que hacíamos todos podía escribirse con delicia. Nos reflejó la vida en un espejo crudo, claro y estético. Nos enseñó a leer más allá del pozo de Alicia. Y estuvo aquí, en el 86, recogiendo el Nobel asturiano. También estuvo aquí García Márquez, de partenaire de Mutis, porque él ya no recogía nada desde la tarde de la guayabera en Estocolmo, aquel año, el año de González. Amigo de Fidel, les separan a ambos (Gabo y Mario) un río de conciencias que va a ninguna parte. García Márquez nos enseñaba la cara oculta de la luna. Hombres mutando, animales pegajosos, calores oscuros, dolores de muelas como la vida misma. Todo hacía pensar, o tendía, a que el colombiano siempre, por siempre, iba a ganar al peruano. ‘La fiesta del Chivo’ rompió el molde del ‘Otoño del Patriarca’. Así que este premio tan raro, que llega con excesiva distancia entre una realidad y la misma, los empata.
No disimularé que me gusta más García Márquez, porque me gusta más la vida que no es. Y que me disgusta más Vargas Llosa, precisamente por ser de este mundo mundano. Prefiero que me duelan las muelas en un libro que en la cama, y no me gusta escuchar lo que no quiero, aunque sea cierto. En rigor debería de escribir que no me gustan ellos, a los que no releo (con excepción de ‘Crónica de muerte anunciada’) sino lo que me evocan. Me recuerdan a las tardes de borota en el instituto para ir a tomar un porrón con guindillas en el Manolo. Me acuerdo de mis amigos de antes, los de toda la vida, que cuánto hemos cambiado. Al señor Aranguren, que era más de Valle Inclán que de esta gente; al señor Hierro, que prefería Delibes a esta gente. Me recuerda, en fin, a aquella muy lejana rebeldía en la que robábamos libros de 75 pesetas. ‘La hojarasca’, ‘La casa verde’. Abusando, me recuerda aquellos días de cuando éramos felices e indocumentados. Nos gustaba el teatro, que ahora es un coñazo. Leíamos a Marx, el coñazo ya es breve. Y escuchábamos el jazz que nunca hemos vuelto a admirar, por gilipollas. Era en otro lugar, en otra ciudad. Bajábamos la calle San Antón para ir a la Jarauta, al lar gallego o al Urrizelki, a hablar de los libros de esta gente, comiendo pulpo de varios días o riñones al jerez, frescos como el pescado de los lunes. Y hablábamos desde la ignorancia bastante mejor que ahora, desde la infamia. De Gabo y de Vargas Llosa, de la Mamá Grande y del ínclito Camacho. Que Nobel los tenga en su gloria. A todos.

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